NOVIEMBRE - DICIEMBRE DE 2017

Presentación

Fernando Castro Borrego

“Pero, ¿dónde estaría la belleza privada del ser? ¿Dónde estaría el ser privado de la belleza? Perder belleza es perder ser.” Esto lo dijo Plotino en la Eneada V. ¡Qué sensación de extrañeza produce tal aserto en los tiempos actuales! La distancia que nos separa de esta definición ontológica de la belleza es mayor, sin duda, que los mil ochocientos años que median entre el siglo XXI y el siglo III d.c. , cuando en aquel enigmático filósofo neoplatónico que vivió en Alejandría formuló esta relación entre la belleza y el ser que ejerció gran influencia en el arte y la estética del Renacimiento italiano. El hecho de que la belleza no ostente ya valor normativo para los artistas revela que su predicamento ha perdido también valor ontológico. En estos tiempos posmodernos donde reina la posverdad, como se dice hoy, perder ser no es perder belleza pues ni siquiera podemos predicar cuál es el ser de un objeto artístico. La atribución del carácter esencialista de cualquier obra de arte, esgrimida como si fuese un insulto, es un signo inequívoco de la indigencia de la reflexión estética en la era posmoderna. Cuando la estética de lo sublime se impuso sobre la estética de lo bello, a finales del siglo XVIII, un nuevo horizonte epistemológico brindó a los artistas posibilidades expresivas insólitas hasta entonces. Pero la metafísica de lo sublime también feneció, al producirse el declive de las vanguardias tras la segunda guerra mundial. Y, sin embargo, no se puede entender la evolución del arte occidental sin tener en cuenta el nexo entre el ser y la belleza, como tampoco acabamos de acostumbrarnos a que exista un arte que haya prescindido del estremecimiento suscitado por la estética de lo sublime. La sociología y la antropología han desplazado a la ontología. El arte de hoy es “basura industrial”, documento de ese vertedero que es la historia cuyos escombros forman una montaña que, según Walter Benjamin en su texto sobre Angelus Novus de Paul Klee, no cesa de crecer ante nuestros ojos. Los artistas se limitan a medir su tamaño y describir sus despojos.

En Tipos psicológicos, Jung explico cómo en el arte cristiano de Occidente los místicos llevaron hasta el extremo la idea de que existe un “ojo interior” desde el que cabe vislumbrar el resplandor de verdades que no a todos los hombres le son reveladas. El giro hacia la interioridad (introversión), que nosotros atribuimos a la estética romántica, ya estaba en Plotino cuando escribía lo siguiente: “cada uno marcha sobre una tierra que no le es extraña, mas, por otra parte, el lugar en que cada uno está es lo mismo que él es.” En la dedicatoria de dicho libro, Jung cita un fragmento del poeta romántico Heine: “!Platon y Aristóteles! He aquí no sólo dos sistemas, sino dos naturalezas humanes distintas (…) Naturalezas febriles, míticas, platónicas, desentrañan con reveladora virtud, las ideas cristianas y los símbolos inherentes a ellas (…) Naturalezas prácticas, ordenadoras, aristotélicas, construyen con estas ideas y estos símbolos un sistema firme, una dogmática y un culto”. Ya había señalado Goethe anteriormente que nacemos aristotélicos o platónicos (Teoría de los colores). Hoy no cabe postular tal oposición: Hace tiempo que Aristóteles salió triunfante de la pugna. El mundo es de los extravertidos. Pero, tengo una duda: si, como decía Goethe, “nacemos” con una impronta caracterológica determinada, si el carácter se hereda, siendo una cuestión genética ser introvertido o extravertido, ¿seguirán existiendo personalidades introvertidas, seres melancólicos nacidos bajo el signo de Saturno, que den cauce a su melancolía a través del arte?

Organiza

Fundación Cristino de Vera - Espacio Cultural CajaCanarias

Lugar

San Agustín 18. CP 38201,
San Cristóbal de La Laguna,
Santa Cruz de Tenerife