Dibujo
Donación Cristino de Vera
A lo largo de la historia, el ser humano ha dejado su huella al materializar la impresión trasmitida por un objeto, o el sentimiento originado ante cualquier suceso natural, sobre diferentes soportes materiales, reproduciendo su forma, tamaño y volumen mediante trazos, como hicieron egipcios y griegos, o sugiriendo el aspecto de su relieve a través del juego de luces y sombras, visible desde época pompeyana.
Los serenos dibujos de Cristino de Vera, gran parte trazados a plumilla en tinta china, recogen la esencia de su sabiduría y se ordenan en un a partado independiente dentro de su producción. En ellos se repiten, con ligeras variantes, los temas y motivos que han estado presentes desde los comienzos de su trayectoria profesional: mujeres, cráneo, espejos, tazas, cruces, flores y velas. En ocasiones, emergen como entes solidatarios y misteriosos en primeros planos, en otras, Cristino los asocia y relaciona, ubicándolos estratégicamente sobre una alargada mesa, estante o pavimento desde donde parecen levitar y resplandecer con la diáfana luz espiritual del artista.
El espacio en blanco, límite armónico y preciso entre el dibujo y el silencio, nos invita a una meditación trascendental recogida en El libro tibetano de los muertos, fuente de conocimiento de Cristino de Vera. En el territorio desnudo el artista-hombre habla de abandono, miedo y sufrimiento, se abre al misterio de la vida, proyecta la esencia de su alma, extingue su yo y, en ese fragmento, «sólo queda la nada, que es la plenitud». «Hay un momento del sueño en que desconectas, es el sueño de la muerte, el llamado bardo del sueño, que es casi como la muerte» (Cristino de Vera). El «espacio sagrado», callado, habitado por el secreto y la belleza, hace posible entablar un diálogo entre el espectador y el dibujo siguiendo el rastro de Mark Rothko, aunque este pretendía que el yo de sus cuadros fuera difícilmente inteligible, que no estuviera ligado a nada, interesado por expresar intensamente las emociones humanas más elementales: la tragedia, el éxtasis y la fatalidad del destino.
El espacio en blanco, limita armónico y preciso entre el dibujo y el silencio, nos invita a una meditación trancendental recogida en El libro tibetano de los muertos, fuente de conocimiento de Cristinao de Vera. En el territorio desnudo el artista-hombre habla de abandono, miedo y sufrimiento, se abre al misterio de la vida, proyecta la esencia de su alma, extingue su yo y, en ese fragmento, «Solo queda la nada, que es la plenitud». «Hay un momento del sueño en que desconectas, es el sueño de la muerte, el llamado bardo del sueño, que es casi como la muerte.» (Cristino de Vera)
El «espacio sagrado», callado, habitado por el secreto y la belleza, hace posible entablar un diálogo entre el espectador y el dibujo siguiendo el rastro de Mark Rothko, aunque este pretendía que el yo de sus cuadros fuera dificilmente inteligible, que no estuviera ligado a nada, interesado por expresar intensamente las emociones humanas más elememtales: La tragedia, él extasis y la fatalidad del destino.
Una de las profesiones femeninas más originales en las civilizaciones antiguas era el de plañideras, encargadas de dejar constancia pública del duelo de la familia del difunto, manifestando el profundo dolor de la pérdida a través de lamentos, golpes en el pecho, cubriéndose el rostro y cuerpo con tierra para ocultar su belleza o tirándose del cabello con energía. En el cristianismo, el sentimiento materno de sufrimiento, tristeza y angustia, generado por el acontecimiento de la muerte, se recoge en la figura de la Virgen, ampliamente representada en España desde el siglo XVI hasta la actualidad. Picasso registrará el dolor y el llanto femenino como pintura con entidad propia, constituyendo una variación del temario elaborado para el Guernica; sus mujeres limpiando el rostro de lágrimas con pañuelos son frecuentes en numerosas obras.
Las féminas en la producción de Cristino de Vera van evolucionando hacia formas cada vez más depuradas, viéndose reducidas a lo esencial, desprovistas de casi todo tipo de accesorios. El pañuelo comenzará a acompañarlas en la década de los setenta para indicarnos que «el hombre -no sólo el artista- tiene miedo al sufrimiento. No quiere pensar. Se escapa por mil caminos... Pero se olvida de algo sustancial, precisamente para la creación de las cosas perdurables y profundas: se olvida de que el sufrimiento es algo constructivo. Sin la experiencia del dolor, nada que se piense, diga o haga, quedará.» (Cristino de Vera)
«Ya está bien de esconder la palabra compasión, cuando todos no somos sino unos pequeños des-graciados de todo, aprendices de todo lo desconocido, ignorantes ante un cosmos infinito.» (Cristino de Vera)